Estado del lote: Normal (con señales de uso normal)
ORDEN EMITIDA EN MADRID EL 20 DE OCTUBRE DE 1800, E IMPRESA Y ORDENADA POR EL CORREGIDOR DE BARBASTRO PARA TODO EL PARTIDO EN FORMA DE PASQUÍN, EL 9 DE NOVIEMBRE DE 1800. 43X28 CM
HABLA DE QUE EN VISTA DE LOS GRAVES EXTRAGOS QUE ESTÁ CAUSANDO LA FIEBRE AMARILLA EN CÁDIZ, SEVILLA Y OTROS PUEBLOS Y DE COMO SE VA EXTENDIENDO SE HA DE CONTROLAR LA CIRCULACIÓN DE PERSONAS CON PENAS DE 200 AZOTES Y 10 AÑOS DE PRESIDIO A QUIEN SE SALTE LOS CORDONES. EL CORDÓN TAMBIÉN HA DE HACERSE A TODOS LOS PAQUETES, MERCADERÍAS... QUE PROCEDAN DE ESAS ZONAS. HABLA TAMBIÉN DE "NO SUFRIR LA DETENCIÓN DE UNA CUARENTENA".
TRASLADA LA ORDEN A LOS DIRECTORES GENERALES DE CORREOS PARA QUE EXPURGUEN Y PURIFIQUEN LAS CARTAS DE OFICIO DE ESA ZONA.
MUY INTERESANTE POR LOS PARALELISMOS CON EL PRESENTE.
DEL ARTÍCULO DE EL PAIS DEJesús A. Cañas
Escalofríos, pulso frenético, temperaturas elevadas, dolor de espalda, vómitos de sangre e ictericia en la piel y los ojos. La capital gaditana supo qué se ocultaba tras estos síntomas en julio de 1800, a partir de que arribase al puerto la corbeta Delfín, procedente de La Habana, con fallecidos que habían mostrado estas dolencias. La fiebre amarilla, un mal endémico de zonas tropicales que se transmite por picaduras de mosquitos y que hoy tiene cura, apenas necesitó unos días para extenderse con virulencia por una ciudad que entonces mantenía una rica prosperidad auspiciada por el comercio americano de ultramar. Aunque hubo más factores. “La entrada por los puertos de mar era el camino más fácil y lógico para la llegada de esta epidemia”, como recuerda la historiadora Hilda Martín, especialista en este periodo.
De los 75.000 habitantes que tenía Cádiz en 1800, enfermó la mitad y fallecieron 9.041 personas, según rememora Ramírez, cuya tesis doctoral trató sobre esta epidemia. Una segunda oleada, que se extendió por buena parte de Andalucía, golpeó la capital en 1804 y dejó tras de sí 4.766 muertos. La localidad se tuvo que acostumbrar a izar banderas amarillas en las torres miradores para avisar a los barcos que arribaban de que sus ciudadanos estaban sufriendo un brote, según rememora la historiadora Martín. No es de extrañar que a partir de que las Cortes comenzaran sus reuniones el 24 de septiembre de 1810 en San Fernando —trasladadas a Cádiz en febrero de 1811— “lo primero que hacían al iniciar sus sesiones era leer el parte sanitario del día anterior”, apunta el historiador.
El rebrote de octubre de 1810 encontró el caldo de cultivo perfecto. La ciudad, hacinada, acogía a casi el triple de su población habitual por los refugiados que había traído la Guerra de la Independencia. El calor y el agua embalsada en aljibes y pozos, ambiente ideal para los mosquitos, hizo el resto. Con las olas anteriores, la fiebre amarilla había perdido letalidad entre los gaditanos, ya inmunizados. El peligro se centraba ahora justo entre la población foránea que estaba resguardada en Cádiz. 4.305 personas no superaron un virus que regresó de nuevo en 1813. En los listados de 1.285 nombres que murieron por la enfermedad ese año, aparecen los de políticos como el puertorriqueño Ramón Power, el catalán Antonio Capmany o el ecuatoriano José Mejía Lequerica, famoso por sus dotes para la oratoria y por llegar a negar la existencia de una epidemia apenas unos días antes de morir de ella.
Sin vacuna ni más frenos que la inmunización de haberla pasado, Cádiz tuvo que aprender a aplicar técnicas de confinamiento que 207 años después siguen, en gran medida, vigentes. En los distintos brotes, la ciudad aplicaba el cierre de barrios, el aislamiento de los enfermos menos graves en lazaretos y a los más afectados en hospitales. El químico y epidemiólogo Juan Aréjula y Pruzet (Lucena, 1755 - Londres, 1830) fue el ideólogo de buena parte de estas acciones, detalladas en una descripción que realizó de las primeras olas de la epidemia y en la que también incluyó la prohibición de todo tipo de procesiones y actos religiosos públicos. “Sus medidas sanitarias para luchar contra la epidemia asentaron las bases de la medicina pública”, alaba Martín.